Las guaguas negras con los cristales ahumados llegaron a
las nueve de la mañana. Los agentes federales entraron a la oficina del Jefe a
confiscar la computadora ante las caras de asombro de mis compañeros. « ¿Qué
pasa?» era la pregunta que se derretía en los labios de todos los presentes.
Bueno, no en los de todos. Yo no preguntaba. Yo sabía. Alguien abrió la caja de
Margarita.
En la segunda gaveta de la derecha dormía imperturbable
la caja de Margarita. Todos sabían dónde estaba, pero nadie sabía lo que
contenía, al menos a ciencia cierta. Algunos hablaban de que allí guardaba
fotos de amantes añejados en el tiempo. Otros hablaban de objetos para lograr
placeres inconfesables. «Te lo digo yo que la oí jadeando en el baño hace un
par de años» comentó la recepcionista. De nada valió que la empleada de limpieza,
asignada a la oficina del Jefe, le dijera que Margarita padecía de asma y que
había encontrado en varias ocasiones los inhaladores en el zafacón. Por alguna
razón que no logro descifrar, Margarita atraía la atención de todos los que
trabajaban en esa oficina. Lo noté desde el primer día que puse los pies en esa
dependencia hace un mes atrás. Tal vez era su obsesión por documentarlo todo,
por la gran cantidad de fotocopias que sacaba o por las cosas que parecía
guardar en la caja.
Margarita era la secretaria ejecutiva y había tenido ese
puesto desde hacía varios cuatrienios. Llegaba antes que nadie a la oficina.
Encendía la computadora, conectaba su memoria USB y leía sus correos: en
ocasiones suspiraba; en otras, levantaba una ceja. Luego miraba la agenda del Jefe
para refrescar en su memoria las actividades del día antes de que llegaran los
asistentes.
−Margarita, buenos días. ¿Ya llegó el licenciado?
−Todavía.
−Voy a estar en mi oficina. Me avisas cuando llegue.
−Por supuesto.
Veinte minutos después, el otro asistente.
−Hola. ¿Todo bien? ¿Ya llegó…?
−Está en la oficina esperando a que llegue el licenciado.
−Perfecto. La muchacha de mantenimiento, ¿ya limpió el
baño del
licenciado?
−No sabría decirle.
−Pues averíguame eso y llámala que quiero hablar con
ella. El licenciado
no está nada contento con el
trabajo que está haciendo en el baño.
−En un momento se la consigo.
−Es para ya, Margarita.
−Sí, por supuesto.
Dos minutos después, mientras Margarita llamaba al
encargado de Mantenimiento, llegó el tercer asistente.
−Hello, Margaret,
Margaret. Buen día.
−Buenos días.
− ¿Y la familia?
−Muy bien. Gracias por preguntar.
−Margaret, Margaret.
El licenciado me llamó que viene de camino.
Consíguete al mensajero para que
baje a la cafetería y le traiga el
desayuno al Jefe. ¡Ah! Y no tengo efectivo ahora mismo, así que, te
agradeceré que lo
pagues tú que luego te lo reembolsaremos.
Y diez minutos después, el cuarto asistente.
−Margarita, ¿qué pasa? Estoy viendo mi correo electrónico
y todavía no
has enviado la agenda del día. Ya el licenciado está en el ascensor y no
estoy seguro si hoy a las 11:00 viene la prensa o el contratista que va a ganar la
subasta. El jefe se tiene que preparar, chica.
Podría decir que todos los días era lo mismo. Al menos
esa era la dinámica que observaba desde el día de mi contratación. Yo sería la
sustituta de Margarita, pero ella no lo sabía. Para ella yo solo era otra
secretaria más y me adiestraba para poder cumplir con todas las
responsabilidades del puesto. Ya me iba aprendiendo las caras, los nombres y
los números de las extensiones. Sabía que la muchacha de mantenimiento que
tenía asignada la oficina del jefe se le descomponía el rostro cada vez que
entraba limpiar: especialmente el baño; especialmente si el Jefe estaba.
Hace una semana, mientras Margarita me enseñaba cómo se
organizaban las minutas, el Jefe la llamó a su oficina. Pude ver, antes de que
se cerrara la puerta tras ella, que allí estaban los cuatro asistentes también.
La reunión duró como treinta minutos. Margarita salió pálida, callada. Me dijo
que regresaría en un momento: necesitaba ir al baño. Al regresar, no me percaté
de su presencia cuando se paró silenciosa a mi lado y me preguntó la hora. Algo
había cambiado entre la ida y la vuelta del baño. Haló otra silla para sentarse
junto a mí y continuar explicándome cómo archivar las minutas. De pronto, sus
ojos se cerraron y aspiró suave, pero profundamente. Me miró a los ojos. Los
mantuvo fijos, sin pestañear. El relámpago de la certeza cruzó por su mirada.
Tal vez percibió el olor a pólvora de mis manos. Ese día a Margarita se le
olvidó la llave de la segunda gaveta de la derecha sobre mi escritorio.
Hoy se cumplía un mes de mi trabajo aquí. Margarita se
jubiló hace tres días. La secretaria de uno de los asistentes dijo que ella no
se quería hacerlo: había cumplido el tiempo, pero no la edad. «Alguna razón de
fuerza mayor la habrá convencido. Sería la familia. Lo que sí sé es que se fue
con la pensión completa. Me lo dijo la de finanzas y creo que se fue fuera del
país también».
Hoy, más temprano que nunca, llegó uno de los asistentes
buscando algo en el escritorio de Margarita. Abrió la segunda gaveta de la
derecha. Encontró la caja. La abrió. Un grito mudo se atascó en su garganta.
Tiró la caja. Llamó por celular. « ¿Dónde estás? Tienes que llegar ahora.
Despiértalo. ¡Y qué se yo dónde está la jodía trituradora! Ah, ¿sí? Con que se
fueron. Pues yo me voy pal carajo también». No valió de nada que corriera: las
guaguas negras de cristales ahumados ya lo esperaban afuera del edificio. Otras
guaguas parecidas también esperaban
frente a las casas de los demás ayudantes y del mismo Jefe. Los agentes
subieron a las nueve, como se acordó, a confiscar la computadora del
licenciado. Los empleados miraban asombrados y confundidos. Alguien había
abierto la caja de Margarita. El asistente solo encontró una caja vacía. Yo, hace tres días, encontré la foto de unas manos que sostenían una memoria USB en una y en la
otra una bala. Junto a esas manos parecía apreciarse un inhalador; mientras en
el fondo, un carrito de limpieza se observaba borrosamente.
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