Ellas llegan como un torbellino: repentinas,
inquietas, atropelladas y desordenadas. Todas quieren entrar a la misma vez por
la puerta. Se empujan, se insultan; se ríen, se perdonan. Mi pequeña oficina se
inunda del viento huracanado de sus risas y palabras impetuosas. Otra solicitud
de servicio; otro día más en el paraíso.
Luego de revolcar el espacio con sus entradas
precipitadas y movimientos de sillas, mis estudiantes logran sentarse para que
yo les pueda ofrecer tutorías. Al menos esa es la intención. Pero ese energético torbellino compuesto por
cuatro chicas no ha logrado calmarse del todo. Hablan todas a la vez expresando
sus dudas y comentarios al ritmo de una canción desafinada y cantando fuera de
todo tono. ¿Cómo puedo hacer para que estos cuatro ángeles del desastre se
sienten, se calmen, escuchen el tono y canten armoniosamente al compás de mis
ideas? (Obviamente, todo esto es en sentido figurado).
Observo a mis cuatro chicas
–la voluntariosa, la graciosa, la opinante y la tímida-. Todas me quieren
hablar a la vez, excepto la tímida que me mira y me pregunta con sus ojos. Todas
quieren mi atención. Las chicas tendrán un examen la semana que viene sobre el
poema Lengua castellana de José
«Momo» Mercado y la inseguridad las trae a todas alocadas. En ese momento hubiera
querido tener el silbato que el capitán Von Trapp utilizaba en The Sound of Music para llamar la
atención de sus hijos. (Sé que no es nada pedagógico, pero ¡jey! se vale
fantasear). Respiro profundo. Les digo que les leeré el poema y que luego lo
discutiremos poco a poco, dando oportunidad para las preguntas y las aportaciones
que deseen hacer a la discusión. « ¡Ya lo he leído como tres veces y no lo
entiendo!», exclamó la voluntariosa. Entonces, con una sonrisa recién dibujada
en los labios, la miré y comencé a leer:
« ¡Virgen de Nazareh,
dulce María,
al hijo de mi amor
clemente ampara!»
Así, con triste
acento, que aún escucho
vibrar en lo recóndito
del alma,
teniéndome en sus
brazos prisionero
y mi rostro bañando
con sus lágrimas,
la mártir infeliz que
me dio vida
alzaba su oración.
¡Y
su plegaria iba hasta el cielo,
envuelta en el ropaje
de la armoniosa lengua castellana!…
Las palabras se cimbraban con gracia al contacto del
aire que se escapaba de mis labios. Parecían que se contorsionaban en el aire y
bailaban en honor a alguna deidad invisible, pero presente. Se movían alegres;
se movían sutiles. Las palabras retozaban. En ocasiones se escuchaban
seductoras; en otras, triste. Y es que no se puede leer un poema como quien lee
una receta de cocina. Los poemas vibran; los poemas bailan; los poemas seducen.
Cada coma se vuelve un lazo que se enreda en la lengua y te regala un beso
húmedo con sabor a piel fresca vestida amaneceres.
Verso tras verso y estrofa tras estrofa podía ver cómo
el brillo de los ojos de cada una de mis estudiantes parecía convertirse en una
llamarada sagrada. Sí, sagrada, porque traía a la luz verdades ocultas de
sabidurías perdidas en el tiempo. El gran torbellino se descomponía en suaves
vientos alisios y al rostro de cada uno de mis ángeles les venía el gesto del
que al fin entiende de lo que se le está hablando. Y el entendimiento trae
consigo la empatía del lector hacia aquella voz lírica que se convierte en eco
de sus propios sueños, de sus propios temores, de sus propias alegrías. No se
puede leer poesía como se lee una esquela en la prensa.
Una vez terminada la lectura y discusión del poema,
mis pequeños vientos alisios decidieron partir: sosegados, risueños, ordenados
y felices. Cada una de sus mentes entonaba una melodía suave y a la mismo vez vibrante.
Ahora sí que sus pensamientos sonaban armoniosos en este coro de ideas. Después
de la tormenta quedaron ellas: llenas de conocimiento, teñidas de esperanza.
*Foto: https://marcoscazorla.wordpress.com/2015/03/18/furia/