domingo, 26 de febrero de 2017

Esperando al silencio




Estoy que me caigo de sueño. No es para menos, es la 1:26 de la mañana y ya el cuerpo me pide descanso. Entonces, ¿por qué no me he ido a dormir? Por el silencio. Sí, aunque no lo creas. No me he ido a descansar para poder disfrutar y saborear el silencio. A esta hora todos duermen. Al menos todos aquellos y aquellas que habitan la casa en la que me hospedo. Como el barrio es un barrio tranquilo, también duermen los vecinos, la calle y hasta las mismísimas estrellas. Y ha sido difícil encontrarme con él, con el silencio, pero hoy lo he esperado para poder disfrutarlo.


El silencio es tan necesario. El silencio nos ayuda a pensar. Nos ayuda a vernos al rostro sin ayuda de un espejo, porque el silencio nos revela lo que somos a los ojos del alma. Por el diccionario sabemos que el silencio es abstención, falta, ausencia de ruido. ¡Y cómo hace ruido la vida! A veces grita de pura felicidad y a veces grita de puro coraje; a veces la vida grita a causa del trajín de vida; o porque no conoce otra de manera de comunicarse. Es entonces que nos damos cuenta que el silencio es ausencia y que no todas las ausencias son malas; que hay ausencias que son más que necesarias. Cuando escuchamos una pieza musical como “El silencio de Beethoven” de Ernesto Cortázar podemos confirmar, sin temor a equivocarnos, que la gran belleza de la pieza no se encuentra solo en la armonía de sus instrumentos, sino en lo oportuno de sus silencios.


Debo confesar nuevamente que se me cierran los ojos. Ya no puedo luchar con el sueño (después de todo ya es las 1:54 de la mañana). El cansancio del día me ha pasado factura. Ni modo, es ahora de dormir. Pero al cerrar los ojos sobre mi cama, respiraré profundo y esbozaré una sonrisa porque hoy me pude encontrar con mi silencio.