jueves, 22 de marzo de 2018

Hoy creo



Creo que voy a cantarle otra vez a la luz y a la mañana.
Creo que voy a cantarle al calor, al sol y a la alborada.
Creo que le cantaré a la primavera, al otoño y al estío.
Creo que le cantaré a las flores, a los montes y a los ríos.

Creo que uniré mi voz a todos los trinos
-los que son, los que serán y los que se han ido-.
Creo que abriré los ojos de todos los dormidos,
aquellos que hibernaron sin decirlo.

Creo que me negaré a conformarme
con este invierno terco e impertinente
que se niega abandonar mi sino;
que me niega mi destino y mi suerte.

Creo que me convertiré en pura lava
y derretiré la roca que me esconde.
Creo que hoy mismo se acabará el invierno.
Seré luz, calor y sol en mi alborada.

martes, 13 de marzo de 2018

El fuego de Izanami






La desesperación parecía casi alcanzarla. Sabía que, si la atrapaba con el niño la mataría, sin ningún tipo de contemplación, ni aunque fuera su hija e intentara salvar la vida de su propio hermano. Su padre había pronunciado ya su sentencia sobre el recién nacido y había decidido, en su furia, despedazar al infante. Y todo por haber matado a su amada esposa en el parto, como si el niño de fuego hubiera tenido la intención malsana de matar a su madre mientras salía de su cuerpo. “¡Muerte al monstruo! ¡Muerte al monstruo! ¡Muerte al que que asesinó a su madre!”, gritaba Izanagi levantando hasta los cielos su mentira. Fue entonces que ella decidió salvar la vida del niño-fuego. Por eso corría aun cuando la desesperación parecía casi alcanzarla.
Shinatobe, el kami del viento, corría por entre los árboles de la divina isla de Onogoro tratando de ocultar a Kagutsushi. A cada lado, los koma-inu corrían con ella para protegerla. Del tamaño de un caballo, lo gigantescos perros mostraban sus dientes y gruñían mientras corrían para intimidar a todo el que pretendiera acercarse. Todos los koma-inu del Ohoyashima juraron en secreto a Izanami proteger del silencio y de la muerte el fuego de sus entrañas, condena que los dioses del Takamagahara habían decretado sobre ella. El kami del bosque le susurró al viento desde las hojas que se detuviera: ya se había internado en lo más profundo y no podría ocultar al niño allí por mucho tiempo. La bella kami del viento, sostuvo al recién nacido con una mano mientras con la otra realizaba un mamori, un conjuro, hacia los cuatro puntos cardinales. “Fuji, kami del volcán; Raijin, kami del trueno, ayúdenme a ocultar a nuestro hermano de la espada de nuestro padre”. Tembló la tierra y el cielo retumbó por primera vez  con la voz del trueno. Allí, ocultos entre los árboles y custodiados por los koma-inu, se reunieron el bosque, el volcán y el trueno convocados por el viento. “Es necesario sacar al niño de la tierra”, dijo Shinatobe. “Yo me lo llevaré, alimentaré y lo haré dormir oculto en mis entrañas”, propuso Fuji. “Yo le buscaré una vía segura y un nuevo hogar en el cielo”, aseguró Raijin. El viento puso en las manos del volcán al niño-fuego y este lo ocultó con su ropaje. Uno de los koma-inu se fue con ellos mientras al otro se le asignó la tarea de vigilar a Izanagi.
La bella kami del viento se paseaba por la divina isla esperando por las noticias del koma-inu. Estas no tardaron en llegar: Izanagi estaba iracundo, no encontraba al fuego que había parido su mujer. Ahora que Izanami se encontraba en las tierras lúgubres del Yomi, Izanagi comenzó la más fiera y terrible cacería. El augusto hombre abandonó el palacio de Yahirodono con un ejército de kamis y demonios fieles a él. Muchos otros kamis fueron despedazados a causa de su ira. La espada estaba hambrienta de muerte y de castigo. Los kamis más antiguos no aprobaban la muerte de sus hermanos y hermanas. Amaterasu, la kami del sol, se cubría el rostro con los infinitos cabellos negros mientras se repetía una y otra vez que esa masacre sin sentido tenía que acabar. Entonces, Shinatobe se desplazó por las planicies, por encima de los ríos y los lagos hasta llegar a las faldas del volcán. “Kami del volcán, ha llegado la hora de mover al niño de fuego; kami del trueno, danos un camino seguro para ocultar al niño en el cielo”. Con sus manos levantadas, la bella kami del viento invocaba a sus hermanos mientras todo a su alrededor se agitaba con el efecto de su presencia. Desde las entrañas, un gran rugido conmovió la tierra: del volcan salió humo negro y cenizas. Fuji corrió ladera abajo con Kagutsushi en brazos. Raijin se les unió. Inesperadamente, el koma-inu destinado a vigilar a Izanagi apareció a lo lejos, corriendo hacia ellos. Rápidamente, la kami del viento voló a su encuentro y este le indicó que Izanagi venía de camino; que sospechaba que ellos habían ocultado al niño. Shinatobe regresó a sus hermanos y les comunicó la noticia. Raijin tomó al niño y se elevó hasta el cielo: sabía dónde le ocultaría. El volcán le dijo al viento: “Nuestro hermano necesita tiempo”. El viento movió sus brazos danzando entre conjuros. El humo y las cenizas del volcán cubrieron la tierra provocando tal oscuridad que Izanagi perdió el rastro. Pero ella sabía que esa distracción no duraría mucho. “Koma-inu, avisa a tus iguales. Necesitamos una línea de resistencia entre mi padre y el cielo. Tenemos que darle tiempo al trueno para que oculte al niño-fuego”. El gran perro asintió con la cabeza y corrió.
La oscuridad que había sobre la tierra no le permitía a Izanagi avanzar. Así que, tomó la Amenonuhoko, la lanza de los cielos, y comenzó a moverla en círculos sobre su cabeza. Un torbellino de proporciones monumentales hizo su aparición y comenzó a moverse sobre la tierra sagrada de Onogoro limpiando los aires del humo y la ceniza. A estas alturas, Izanagi tenía claro que sus hijos Fuji y Shinatobe protegían a Kagutsushi. Y conociendo a Shinatobe, sabía lo que haría: sacar al niño fuera de sus dominios. Entonces, dirigió su ejército al Amenoukihashi donde esperaba encontrar a sus hijos o a sus alidos. Una vez allí, vio a miles de koma-inu resguardando la entrada del puente flotante que une la tierra con el cielo. Miró los ojos de aquellas bestias que gruñían amenazantes y vio en ellos la misma llama que había descubierto en los ojos de su esposa. En ese momento tuvo la certeza que los koma-inu morirían por el fuego de Izanami. 
Al grito de “ataquen”, ambas fuerzas corrieron al encuentro, chocando como dos gigantes en una batalla apocalíptica. Muchos kamis y demonios habían sucumbido al feroz ataque de las bestias, y cientos de bestias habían muerto despedazadas o atravesadas por la espada de Izanagi. En el momento más crudo de la batalla, el augusto hombre logró se percató de que alguien bajaba por el puente: era su hijo Raijin.
-¡Raijin! ¡Hijo traidor! ¿Te has aliado con Shinatobe y Fuji para salvar al matricida? ¿Te has unido a ellos para contradecir mi decreto? ¡Cómo te atreves a atentar contra tu padre!
-Mi señor padre, jamás atentaría contra usted ni contra mi madre.
-¿Dónde está Kagutsushi? Contesta o derramaré mi ira sobre ti.
-Yo no lo tengo, padre.
En ese momento, otro figura descendía por el puente. La divina Amaterasu caminaba con sus resplandecientes pies descalzos por el puente. Ella, quien antes era solo luz, se había transformado en una gran llama.  Sus largos y negros cabellos, ahora eran extensas flamas que amenazaban con consumirlo todo.
-¿Qué has hecho, Amaterasu?
-Terminar con esta matanza, padre.
-¿Cómo has podido?
-Él también es mi hermano, hijo de mi madre.
-Entrégame al niño-fuego, Amaterasu, o sufrirás por tu traición.
-Aplaca tu ira, padre. Yo he devorado a Kagutsushi. Tu venganza ya es innecesaria.
Con el ceño fruncido, Izanagi observó detenidamente a su hija. Sabía que decía la verdad porque las llamas que salían de ella le pertenecían a Kagutsushi. El niño fue devorado; ya no había nada más que buscar. Izanagi llamó a sus tropas y les dio la orden de retirada. La divina Amaterasu comenzó su ascenso al cielo seguida de Raijin. Sus cabellos de fuego se extendían hasta la inmensidad, iluminando más allá de las tierras del Ohoyashima. Izanagi regresó en silencio a Yahirodono. Se había dado cuenta de que ni los encumbrados dioses ni él lograrían jamás apagar el fuego de Izanami.

sábado, 3 de marzo de 2018

Por si no lo he dicho antes






Creo que lo he dicho otras veces,
no lo sé.
Creo que he dicho las mismas palabras
antes de rayar el alba.
Creo que he dicho lo mismo
vestido con otro ropaje.
Sin embargo, aunque las haya dicho o no,
siento que debo hacerlo.

Siento que debo decirte
que en tus ojos se esconden la noche y las estrellas.
Que tu sonrisa es el puerto seguro
donde mueren todas mis angustias.
Que tu aroma es la suma de todos mis deseos
y tu cuerpo es el sol
donde extinguen todos mis inviernos.

Parece una locura repetir
lo que se ha dicho tantas veces 
con hechos y gestos.
No obstante, 
sé que las palabras tienen una magia especial;
que también son importantes. 
Las palabras marcan la memoria;
provocan heridas o sanan. 
Las palabras tienen un poder que va más allá del tiempo.
Por eso,
cuando estemos viejos,
quiero que recuerdes esto:
que en tus ojos se esconden la noche y las estrellas;
que tu sonrisa es mi puerto;
que tu aroma es la suma de todo aquello que deseo
y que en tu cuerpo siempre termina el invierno.